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2010/08/29

Contra Punto-¿Hay buenas razones para matar? - Noticias de El Salvador - ContraPunto

 Carlos Molina Velásquez. 29 de Agosto. Tomado de Contra Punto.

SAN SALVADOR-En el artículo “Violencia cultural: vecinos que se matan por tonterías” [http://www.contrapunto.com. sv/index.php?option=com_ content&view=article&id=3817: noticias-de-el-salvaador- contrapunto&catid=57: categoria-violencia&Itemid=62] , leemos que “los ciudadanos se han vuelto violentos e intolerantes al grado de llegar a asesinar por cosas insignificantes, como por ejemplo disputas por espacios de parqueo”. La autora se refiere al reciente asesinato de un militar, a manos de su vecino, en la colonia La Cima II.

¿Qué quieren decir las expresiones “se matan por tonterías” o “asesinar por cosas insignificantes”? Podrían estar apuntando a que el hecho es “absurdo” o “incomprensible”. Pero, ¿por qué habría de extrañarnos que la furia provoque una desgracia así? A mí me parece que eso bastaría para explicar lo sucedido. Entonces, como lo incomprensible no quiere decir que no podemos explicar por qué sucedió, debe significar alguna otra cosa.

Más bien, lo que estarían diciéndonos estas expresiones es que no se trata de una acción “razonable”: ni la ira ni la indignación ni la incomodidad que provoca el abuso de un vecino es “razón suficiente” para asesinarlo. Hay algo casi intuitivo en esta argumentación: matar por un parqueo es una “acción estúpida”, ya que no hay proporcionalidad entre la seguridad del vehículo o la comodidad del conductor y la vida de nadie, incluso si fuese la vida de un abusivo o un patán. Podríamos incluso argumentar que la ira experimentada por esta clase de frustración no es algo raro (sólo pensemos en la cantidad de veces en que quisimos fulminar al imbécil de turno); pero, si insistimos en que la acción debería ser “legítima”, nos pondremos rápidamente en ridículo.

Por el contrario, cuando alguien mata para defender su propia vida no nos parece que se trate de una tontería. Algo similar sucede si pensamos que puede ser necesario matar al agresor de una persona inocente. Pero el asunto está muy lejos de ser sencillo. ¿Qué diríamos si nos enteramos de alguien que asesina por dinero? Creo que hablaríamos de “una mala e injustificable acción”, pero no de una tontería. Incluso el reciente asesinato de 72 inmigrantes podrá ser catalogado de cualquier manera, pero no como algo insignificante.

Compliquemos más la cuestión. ¿Cómo llamaríamos al asesinato del avaro dueño de una farmacia que se negó a entregar una medicina muy cara al desesperado padre que la quiere para su hija enferma? Posiblemente, diremos que se trata de una acción lamentable, aunque de inmediato estemos dispuestos a agregar que sería injustificada. Pero, ¿diríamos que se trata de un acto “irracional”? Me parece que esa no sería la palabra que elegiríamos.

No cabe duda de que, para la desesperación de muchas almas bienintencionadas (y escandalizadas), las variaciones son muchas más de las que querrían admitir. Suponer que puede haber razones para asesinar que no son tonterías dice mucho de nuestra humana condición: es usual que pensemos que no siempre es malo matar. Al contrario, creemos que es comprensible que algunas personas recurran a la violencia y no lo consideraríamos una acción estúpida ni nada que se le parezca.

Pero una razón que no se considera tonta no es necesariamente una “buena razón”, en tanto podría no ser legítima o justificable. Para que lo sea debe salir airosa de un escrutinio racional que busca establecer su legitimidad moral, es decir, lo que hace a un acto bueno o correcto. Seguro que algunos incluirán entre las buenas razones algunas que, si lo vemos bien, no lo son: la mujer infiel asesinada por su marido, el hambriento que mata para conseguir alimento, el “trepador” que elimina a sus contrincantes, el idealista que usa la violencia para “hacer justicia”... Podríamos estar de acuerdo en considerar que son razones “serias” o “comprensibles”: el motivo no nos parece una tontería. Pero esto no basta para que sean justificables.

En este punto de mi argumentación me gustaría decir que no hay ninguna razón legítima para el asesinato, pero no es así. No me parece despreciable la idea de un mundo libre de violencia, pero no es realista pensar que el mundo en que vivimos vaya a ser así, ni siquiera en el largo plazo. No es realista proscribir totalmente el uso de la violencia ni la legitimidad del asesinato, pero tampoco es deseable, ya que, como veremos adelante, hay muchas situaciones en que el asesinato es un imperativo ético o en las que terminar con la vida es preferible a una vida atravesada por el sufrimiento.

Pero antes debemos distinguir entre matar y asesinar. Si lo vemos bien, no son lo mismo. Matar alude a terminar con la vida de un organismo vivo, sea humano o no. Por el contrario, sólo se asesina a las personas cuando se les mata con premeditación, alevosía, etc., y sin su consentimiento. Por eso podemos decir que hemos matado un zancudo, pero sería incorrecto decir que lo asesinamos. En principio, pensamos que matar no implica mayor problema si no se trata de la muerte de una persona, un ser humano o un animal no humano que posee algunas características de “persona” (como sucede con los toros de lidia o los chimpancés que se usan en experimentación). Pero, y esto es importante, tampoco estaría bien que hablemos de asesinato cuando una persona está de acuerdo con que se le mate: eso lo llamamos, más bien, “suicidio asistido” o, quizás, “eutanasia”.

La razón básica para justificar que debemos matar a ciertas personas presupone que la muerte es la mejor opción para ellas o que es aquello que ellas deciden hacer. No sólo se trata del suicida que considera que es mejor para él estar muerto, sino del enfermo terminal que solicita que le apliquen una sustancia para poder morir con dignidad. Pero también aplicaría a la decisión de practicar un aborto eugenésico (el feto con malformaciones graves no podría gozar de una vida satisfactoria) o un aborto “ético” (la gestación, nacimiento y crianza del producto de una violación implicaría un sufrimiento inadmisible en la mujer que lo solicita).

Dado que el asesinato es un acto premeditado y suponemos que la persona a quien se quita la vida no ha dado su consentimiento, la justificación del mismo será diferente. Un asesinato será justificable siempre y cuando (a) tenga como objetivo la protección de la propia vida o la de terceros, (b) se aplique para garantizar unas condiciones de vida humana que no estén sometidas a la esclavitud, tortura o cualquier otra forma de dolor, humillación o indignidad, y (c) sea realizado luego de agotar todas las posibilidades que eviten el empleo de violencia. Es importante notar que no se trata de una “defensa del asesinato”, sino de permitir una consecuencia lamentable e inevitable del imperativo moral que nos obliga a salvar y proteger la vida de las personas. Esto aplica tanto a la joven que se defiende matando a su marido agresor, como al médico que practica un aborto terapéutico, con el cual se puede salvar la vida de la paciente.

Notemos que considerar estos asesinatos como razonables o moralmente legítimos no le confiere “bondad” al resultado, como si de un “velo mágico” se tratase. Hacer algo para terminar con la vida de una persona humana conlleva un mal, un hecho lamentable, y debería evitarse siempre que fuera posible. Por eso es que la legítima defensa no es un camino expedito para la legitimidad de la pena de muerte, ya que es poco probable que una sociedad no pueda encontrar una mejor manera de proceder con los criminales que asesinándolos.

Alguno podría decir que estas distinciones son inútiles, pues usualmente las personas no tienen tiempo para realizar una reflexión metódica e informada sobre la situación. Pero esto olvida que no tomamos decisiones en el vacío, sino apelando a creencias arraigadas y dejando que actúe nuestra personal disposición a actuar. Esto es una buena noticia, ya que nuestras creencias y disposiciones pueden ser inducidas y transformadas culturalmente. Los deseos o impulsos juegan un papel, pero quizás no son lo más determinante: muchos ya perdieron la cuenta de las veces que desearon matar a alguien, pero si no lo hicieron fue por que no estaban dispuestos a hacerlo o porque hacerlo chocaba con sus creencias más irrenunciables.

Por otra parte, si bien podríamos dudar de la efectividad de las razones anteriores a la hora de realizar la “deliberación”, su importancia es indudable cuando volvemos la mirada a la “justificación” de la acción: no hace falta imaginar que nos detendremos “a pensar en la cuestión” cada vez que debamos tomar una decisión (Philip Pettit). Supongamos que no me detengo a evaluar cada acción que voy a realizar; no obstante, los pasos que doy están conectados con la moral que he ido construyendo a lo largo de mi vida, la cual tiene en su base toda clase de justificaciones de lo que es bueno y correcto.

Otro asunto es que muchas personas no compartan las razones que ponía arriba, pero sí unas diferentes (apelaciones al “no matarás” bíblico, por ejemplo), o que sencillamente se nieguen a entrar en la discusión. Sobre las primeras, pues siempre será una cosa buena debatir con ellas sobre lo que defienden y por qué lo defienden. Esto ya nos coloca en el terreno de lo razonable. Mientras tanto, podríamos tratar de persuadir a las segundas sobre las ventajas que les depararía discutir, aun suponiendo que rechacen nuestra propuesta, y creo que podríamos ser optimistas de que algo lograremos.

Todavía habrá  un tercer grupo constituido por los cínicos, que no estarán dispuestos a dejar su posición de rechazo al diálogo y apología de la violencia, a lo mejor convencidos de su propia invulnerabilidad. A ellos fuera bueno recordarles, con Franz Hinkelammert, que “asesinato es suicidio”: tenemos buenas razones, basadas en mucha información, de que la apuesta por la vida es más sensata que pensar que puedo matar sin consecuencias, ya que la bala que disparo tiene muchas probabilidades de dar la vuelta y darme en la espalda. Consecuencias de que la tierra es un globo, nada más.

Es en el cuarto grupo donde las estrategias argumentativas chocan con una radical imposibilidad. Se trata de un tipo particular de “suicidas”, no los que simplemente deciden terminar con su vida (algo muchas veces legítimo, sin duda), sino los que piensan que les da igual si mueren como consecuencia de su propia violencia. A ellos se aplica aquello que dijera Dennis Meadows, en 1989, refiriéndose de manera muy pesimista a la catástrofe ecológica en la que ya estamos inmersos: “La humanidad se comporta como un suicida, y no tiene sentido argumentar con un suicida una vez que haya saltado de la ventana”.

No obstante, no debemos olvidar que después de todo nosotros hemos decidido meternos en la discusión (de otra manera no habríamos llegado al final de esta columna ni habríamos mostrado interés en estos planteamientos). La reflexión ética tiene limitaciones evidentes: no sólo debemos querer hacerla para que tenga algún efecto, sino que nada garantiza que obtengamos los mejores resultados, aun si nos esforzamos por vivir una vida según los parámetros morales más precisos y elegantes. Lo que sí es cierto es que, si parte de ese “resultado” es el camino mismo que uno recorre y si nos sentimos satisfechos con él, tal vez podríamos decir que ha valido la pena. Comprender cómo debemos actuar y qué razones puedo dar a quien me lo pregunta es ya una cosa muy aconsejable. No podremos evitar vernos en situaciones difíciles o desgarrantes, pero al menos nuestra reflexión sobre la cuestión no estará plagada de puras tonterías. Y eso será bueno, sin duda.

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