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2010/08/10

Contra Punto-Religión y violencia - Noticias de El Salvador - ContraPunto

 Luis Armando González (*).10 de Agosto. Tomado de Contra Punto.

SAN SALVADOR

- Si con algo no se puede ser simplista es con la religión y con lo religioso. Otro asunto es el de los religiosos y las religiosas –personas concretas que profesan una religión determinada— entre las cuales hay de todo: personas ilustradas, coherentes y razonables; personas fanáticas y poco razonables; personas incoherentes; personas valientes y personas cobardes. En fin, en el amplio y ancho mundo de quienes profesan una religión tiene particular validez aquello de que hay de todo en la viña del Señor. Entender a las personas religiosas –prescindiendo de la consideración de si su fe es un don divino— es un asunto que, aunque complejo, está al alcance de la psicología y la antropología cultural. Esto es fácil de aceptar, sin la mayor polémica, ya que después de todo con esos análisis no se está poniendo en cuestión a la religión en cuanto tal.

Con la religión –o mejor dicho, las religiones— sucede algo distinto. Y es que la pretensión de conocer la naturaleza de la religión –y lo religioso—desde criterios seculares –tanto desde la filosofía como desde las ciencias sociales— choca con algo que es fundamental, según la visión de quienes las profesan, para las religiones: ser una obra divina. No es que los seres humanos no lo sean; pero, en su humanidad, cargan con el lastre del pecado o las limitaciones de la carne.

Las religiones no cargan con limitación alguna, pues –desde la perspectiva de sus agentes más cualificados: patriarcas, profetas, pastores, etc.— su fundamento es la palabra de Dios. Esto es particularmente claro en los tres grandes monoteísmos actualmente existentes –el Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo—, que como religiones descansan en lo que sus fundadores y primeros seguidores dejaron establecido como palabra revelada, plasmada en libros que son, naturalmente, de origen divino.

Bajo esta luz, se entiende lo complicado que es generar un debate objetivo, serio y desapasionado en torno a la religión y lo religioso. Quienes se adscriben a una religión –sobre todo, si tiene una adscripción fanática a la misma— inmediatamente leerán ese debate –sobre todo si en el mismo se cuestionan atribuciones y “verdades” religiosas consideradas incuestionables— como una afrenta a Dios, como una rebelión del Demonio, que utiliza a personas débiles en su fe para salirse con la suya.

Sin embargo, la religión –y lo religioso— no debe ser excluido del debate racional. No deben quedar fuera del debate racional el influjo de la religión –de las religiones— en la configuración histórica –cultural y política—de las sociedades humanas. Y ese influjo histórico –es decir, lo que efectivamente ha implicado la religión para la humanidad— está marcado por lo bueno y lo malo, por la potenciación y el aliento de prácticas humanizadoras, pero también por las peores aberraciones, oscuridades y desprecio a la condición humana. Puestas en balanza, quizás han pesado más las segundas que las primeras, aunque éstas han sido las que han hecho que, como dicen algunos teólogos, la “fuerza del Espíritu” de haya mantenido viva pese a todo.

Demasiadas guerras, inquisiciones, persecuciones y muertes se han dado en nombre de la religión –con libros sagrados en una mano y en la otra espada o bayoneta— para aceptar como una verdad inobjetable que desde la religión emana sólo bondad y paz. Históricamente ha habido un vínculo inobjetable entre violencia y religión que sólo por desconocimiento o mala fe (y nunca mejor dicho lo de mala fe) puede obviarse.

Se podrá discutir si esta filiación histórica entre religión y violencia tiene su raíz en la estructura misma –es decir, en el contenido esencial— de la religión que se profesa, o si más bien se ha debido a una mala comprensión del texto revelado o a una mala comprensión del mensaje de los profetas o sus discípulos. Hay algo de ambas cosas; hay algo en el contenido de algunas religiones que induce a la violencia contra los infieles y contra los que no son parte del pueblo elegido. Hay también mala comprensión –debida a lecturas simplistas, literales y anacrónicas— de lo que dice y exige a sus seguidores una determinada religión.

Como quiera que sea, el resultado histórico práctico fue la animación de actitudes y prácticas violentas desde la religión. Es decir, en nombre de Yavhé, Dios o Alá se han cometido horrendos crímenes; crímenes cometidos por personas creyentes, que leyeron los textos religiosos y que estaban seguras de que haciendo lo que hacían cumplían con la voluntad de su Dios. La historia no se ha cerrado en esta materia: todavía hay quienes creen que imponer por la fuerza a su Dios es un mandato que deben cumplir contra viento y marea. Pero como ya se dijo, además de esa filiación entre religión y violencia está la filiación entre religión y justicia. Esta doble cara de la religión es perfectamente clara en este texto del Eclesiastés:

“Hay un tiempo para cada cosa, y un momento para hacerla bajo el cielo:

Hay tiempo de nacer y tiempo para morir; tiempo para plantar, y tiempo para plantar lo plantado.

Un tiempo para dar muerte, y un tiempo para sanar; un tiempo para destruir, y un tiempo para construir.

Un tiempo para llorar y otro para reír; un tiempo para los lamentos, y otro para las danzas.

Un tiempo para lanzar piedras, y otro para recogerlas; un tiempo para abrazar, y otro para abstenerse de hacerlo.

Un tiempo para buscar, y otro para perder; un tiempo para guardar, y otro para tirar fuera.

Un tiempo para rasgar, y otro para coser; un tiempo para callarse, y otro para hablar.

Un tiempo para amar, y otro para odiar; un tiempo para la guerra y otro para la paz”.

Esta otra filiación es la que se expresa en la tradición de compromiso por una humanidad mejor, tradición que ha sido labrada —muchas veces con la prueba del martirio— por importantes figuras religiosas a lo largo de la historia de la humanidad. Aquí ha habido, como aportes efectivos desde la religión a una humanidad mejor, compasión por los débiles, rechazo a los abusos de los poderosos, esperanza por un tiempo mejor, más feliz y con menos penurias que el tiempo presente.

En el caso de los tres monoteísmos actuales, ninguno puede abrogarse la exclusividad en la defensa y proclamación de estos y otros valores humanizadores. Tampoco ninguno de los tres puede afirmar estar anclado únicamente en la filiación religión-justicia, pues cada uno de ellos ha hecho gala de la filiación religión-violencia.

¿Es posible escoger la primera filiación y escapar a la segunda? Es posible. Más aún, hay quienes lo han hecho con una solvencia impresionante, pagando eso sí un precio elevado por ello. En El Salvador, Monseñor Oscar Arnulfo Romero es quien mejor simboliza esta filiación entre religión y justicia. Pero abundan los ejemplos de lo contrario, es decir, de quienes desde la religión –y siendo algunos de ellos profesionales de la religión— legitimaron violencias, abusos y exclusiones con el texto bíblico en la mano. Monseñor Romero fue víctima de múltiples atropellos cometidos por algunos de sus hermanos de religión, que juraban que ellos eran los intérpretes fieles de la palabra de Dios.

La lección –entre otras muchas que se pueden inferir lo anterior— es que optar por una religión determinada no conduce mecánicamente a hacer el bien y a luchar por la justicia y la felicidad de los demás. Al contrario, una de las posibilidades que se le presentan al creyente es la de hacer el mal y provocar dolor en los demás en nombre del Dios de su religión. Que esta posibilidad es real lo ponen de relieve los más diversos abusos de poder que se generan al interior de la institucionalidad religiosa católica o no católica, abusos de poder realizados por agentes religiosos primer nivel en las jerarquías eclesiales respetivas.

También esto se pone de manifiesto en los abusos y violencia que proliferan en los ámbitos estatales y privados, y cuyos agentes son personas de poder económico y político que se dicen religiosas y leen regularmente las escrituras. Gráficamente, en las calles de El Salvador se ven, en buses y microbuses, lemas como “Dios conmigo”, “Dios en mi camino”, “Dios me protege”, o emblemas de iglesias evangélicas en la parte trasera de vehículos particulares: el comportamiento de muchos de estos conductores en lo absoluto tiene que ver con el respeto a la vida de los demás, la tolerancia y la armonía en las relaciones sociales.

Sólo una aproximación crítica de las religiones, de sus textos y contextos, permite identificar aquello que en verdad puede ser un factor de humanización. Y esta exigencia vale no sólo para las religiones, sino para cualquier tradición cultural. Esta aproximación, por ser crítica, debe permitir también hacerse cargo de lo deshumanizador que pueda haber en cualquier creación cultural, incluidas las tradiciones religiosas. Una educación inspirada en la democracia y el respeto de los derechos humanos no puede renunciar al fomento de esta necesaria aproximación crítica a las creaciones culturales de la humanidad, religiosas y no religiosas. De ella, cada cual podrá sacar –según sea su opción— las mejores enseñanzas y normas de conducta.

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