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2010/08/26

EDH-Aquellos compas ¿dónde están?

 Marvin Galeas.26 de Agosto. Tomado de El Diario de Hoy.

Martina parecía una escultura griega del período clásico. Blanca, más bien alta, cuello largo, grandes caderas, piernas fuertes, tobillos gruesos y pies de dedos largos. Tenía, a mediados de la guerra, unos 22 años y no podía leer. Odiaba, decía a cada momento, a los hombres que comen ajos. Pero las veces que había ajos en las cocinas de los campamentos guerrilleros eran pocas.

Como todas las demás cocineras del campamento guerrillero había nacido en el norte de Morazán. Sus padres se habían dedicado a la agricultura en pequeño, especialmente al cultivo de henequén. Martina en la casita de adobe y tejas, piso de tierra, hamacas colgando y luz de candil, era una niña pobre pero feliz. Crecía, como en la canción de Serrat, a golpe de sol y agua.

Desde chiquita aprendió a quebrar maíz, preparar la masa y el arte de palmear redonditas las tortillas. Se levantaba con los primeros cantos del gallo, todavía con el cielo oscuro y llenito de estrellas, a bañarse en las heladas aguas del río Araute y a ayudarle a su mamá en los muchos oficios de la casa. Se vestía con trapitos humildes y cuando descansaba, jugaba de trabajar con cumbos viejos y muñecos sin brazos, a los que daba de comer frijoles de mentiras.

Su pequeño universo quieto y sencillo, escaso en cosas materiales y abundante en pájaros, montes, aguajes y soles bravos se desmoronó en octubre de 1980, cuando la Fuerza Armada lanzó el primer operativo contrainsurgente al norte del legendario río Torola. Los campesinos de Morazán eran en su mayoría dueños de pequeñas parcelas de tierra. Ciertamente no vivían en condiciones de extrema pobreza.

Sembraban sus milpitas, sacaba mezcal del henequén para mercarlo los domingos en los pueblos. Algunos tenían también un poco de ganado. Pero no habían muchos puestos de salud, ni escuelas. Para los morazaneños del norte la autoridad del gobierno se materializaba en la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda, que los perseguían, los encarcelaban y los maltrataban por fabricar o beber guaro clandestino. El odio a esa autoridad de negras polainas y cascos siniestros, arreos de cuero y fusil de culatazo en el pecho se fue larvando a lo largo del tiempo.

Cuando a principios de los años setenta el padre Miguel Ventura llegó a predicarles de un Jesús más humano que divino, y decirles que el reino de Dios no estaba en los cielos, sino que había que construirlo en la tierra, un reino de justicia e igualdad y por supuesto sin guardias nacionales, los campesinos le abrieron la mente y el corazón como se abren surcos en tierra fértil.

Después llegaron los primeros guerrilleros: Santos Lino, Rafael Arce Zablah, el Chele Gonzalo. Les dijeron, eso sí, que para construir ese paraíso que predicaba el padre Ventura, había que empuñar las armas para derrotar la injusticia. Los campesinos creyeron en esas palabras. Era un evangelio diferente. Se incorporaron primero a las Ligas Populares 28 de febrero, fueron a las manifestaciones en San Salvador, a algunos de ellos los mataron en las calles de la ciudad. El odio seguía creciendo.

Después del triunfo de la revolución sandinista, llegaron desde Nicaragua los primeros fusiles a Morazán. Se formaron incipientes campamentos guerrilleros con el entusiasmo de los campesinos más jóvenes. Los padres de Martina eran colaboradores. Guardaban las armas y los secretos de la clandestinidad. La inteligencia militar, que ya tenía recopilada bastante información de las Ligas, supo también de las armas y de los campamentos donde se enseñaban tácticas de combate.

Una madrugada de mediados de octubre de 1980, varios batallones de la Fuerza Armada cruzaron el río Torola con el objetivo de acabar de raíz y para siempre con aquella incipiente guerrilla. Entre los comandantes de las tropas contrainsurgentes iba un capitán de nombre Francisco Emilio Mena Sandoval. En los cerros aledaños a la Villa del Rosario un grupo de guerrilleros inexpertos, pero con ganas, los estaban esperando.

Pocas horas después sonarían las bombas y los tiros de los primeros combates de la guerra y la casa de Martina ardería en llamas entre gritos, maldiciones y el ruidaje de las bombas de los aviones Fouga Magíster. (Continuará).

elsalvador.com :.: Aquellos compas ¿dónde están?

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