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2010/08/23

LPG-Necesitamos la cultura de la honradez

 Dice el Diccionario de la Lengua Española que honradez significa “rectitud de ánimo, integridad en el obrar”. Y en cuanto a la integridad, es la cualidad de íntegro, que cuando esto se refiere a una persona equivale a “recta, proba, intachable”. Fácil resulta colegir, entonces, que en nuestro país estamos urgentemente necesitados de honradez, en ambos sentidos: en el del ser y en el del obrar. La rectitud de ánimo es esa condición que se erige en la columna vital del comportamiento. Es la estructura de principios que, al articularse en un todo de conciencia, hace posible que la personalidad se posesione de sí misma en función del bien, personal y colectivo, ya que ambos se hallan entrañablemente vinculados. Y la integridad en el obrar es la expresión principal y fundamental de la rectitud de ánimo: su mecánica natural. El que es recto obra siempre con integridad.

Escrito por David Escobar Galindo.23 de Agosto. Tomado de La Prensa Gráfica. 

Estos parecen conceptos más para una disertación escolar que para un comentario sobre la realidad del presente, y por eso hay tan poca reflexión pública al respecto. Lo cierto es que lo inmediato de los hechos cotidianos nos agobia, y la sensación que hay —aun entre las autoridades y los funcionarios— es que en vez de analizar el comportamiento del clima hay que dedicarse a repartir sombrillas y paraguas. Ese facilismo ingenuo está determinado en buena medida por los intereses políticos coyunturales, que prefieren la imagen a la sustancia, porque los sujetos políticos viven inevitablemente encerrados en una especie de trampa apocalíptica: en la próxima elección se puede acabar mi mundo… Y es que emocionalmente les es casi imposible reconocer que, sobre todo en democracia, lo que impera es el relativismo: nadie lo gana todo, nadie lo pierde todo. Pero desde luego, para lo que sí hay que tener controles bien amarrados es para contrarrestar lo que podríamos llamar el “gobierno subterráneo”, ese en el que no imperan las leyes formales sino otras que son servidoras incondicionales de los más voraces apetitos, como la ley del embudo y la ley del azadón…

Todo esto pudo pasar y pudiera seguir pasando precisamente por el déficit de integridad y de rectitud que ha marcado nuestro sistema de vida desde siempre. Ahora, sin embargo, hay una “contra” que deriva del propio régimen político en construcción: y esa “contra” es la lógica misma de la democracia, que es esclarecedora y ordenadora por naturaleza. No es de extrañar, entonces, que veamos un notorio crecimiento de la demanda social por más transparencia, sobre todo en el manejo de la cosa pública. Hasta no hace mucho, el quehacer gubernamental se hallaba cómodamente instalado en una zona penumbrosa donde todo era posible, comenzando por la vigencia irrestricta de la impunidad del poder. Eso viene cambiando, en la medida que el proceso democrático avanza. La alternancia política viene a ser, en tal sentido, un claro estímulo para ir desactivando los mecanismos de la impunidad, y no desde el poder —donde desde luego hay, como siempre, resistencias para ello—, sino desde la dinámica de lo real.

El imperio de la honradez está directamente vinculado con la viabilidad del proceso y aun del sistema. La corrupción es un catálogo de virus, que se van posesionando de todo el organismo socioeconómico y sociopolítico. Sólo se puede contrarrestar dicha invasión con todo un esquema estructural, que abarque lo legal, lo institucional y, sobre todo, lo cultural. Así como la reiteración de los actos de corrupción conducen a un estado de corrupción, la instalación de una estrategia de honradez conduce a una cultura de honradez, en la que el egoísmo está controlado y el apego a la legalidad es una norma de vida aceptada por todos. Es esa cultura la que sienta las bases de un desarrollo auténticamente sostenible.

De esto se habla muy poco en el ambiente, pese a ser una de las tareas fundamentales de la modernización democratizadora. Y se habla poco porque aún son muy fuertes los sustentos emocionales de la prepotencia y del abuso. La cultura de la honradez se tiene que ir forjando desde el comienzo de la vida, y se transmite esencialmente en la escuela del ejemplo. Porque recuérdese que no hacemos lo que nos dicen que hagamos, sino lo que vemos hacer. De ahí que los padres, los maestros y los gobernantes tengan la responsabilidad principal al respecto. Si hay padres irresponsables, maestros superficiales o gobernantes abusadores, ¿cómo se puede esperar que cundan las conductas sanas, respetuosas y edificantes?

Necesitamos la cultura de la honradez

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